martes, 9 de octubre de 2012

Érase un día del Sol

[A cerca de esta fábula: esto es algo que escribí hace varios años, no es objeto de mi orgullo pero es lo que elegí para comenzar a ilustrar el genocidio aborigen en Amércia. No hay fábula alguna, la realidad superó terroríficamente a la ficción.]


La mañana se vislumbraba surcando de claros de luz el horizonte celeste. Gueyel caminaba la costa arrastrando las redes de pesca por la arena húmeda. Los caracoles que le adornaban los tobillos acompañaban el susurro rítmico del mar cálido que acariciaba los pies del  joven pescador. La brisa fresca del alba arrullaba su perfil recio y sus facciones rectas. El pelo castaño grueso, engalanado de plumajes brillantes, volaba libremente como las gaviotas costeras. De talla media, moreno, delgado, Gueyel caminaba por la arena suave cantándole una canción al padre sol.
Se detuvo en seco a mirar las redes que arrastraba y se percató de  que habría que repararlas luego de esta jornada de pesca.
El sol había amanecido al fin y las palmeras dibujaban alas en la playa. El graznar continuo de las gaviotas anticipaba una buena pesca.
Esta mañana Matún le aguardaba en el pequeño peñasco donde hacía dos lunas habían pescado juntos.
Gueyel llevaba casi una hora de camino y su andar era pausado. Se regocijó imaginando la alegría de su amada Liani al verlo llegar más tarde con la pesca del día. Quizá un sabroso marlín, quizá algunos mariscos. Contempló su lanza por un instante e imaginó a un poderoso un marlín atravesado por la punta de esta.
Crecía el ruido de las olas y amanecía Guanahani. La intensidad del viento conseguía agitar las palmeras que despertaban al cantar de las aves silvestres. Gueyel estaba más tranquilo con el sol iluminando sus pequeños pasos.
Una joya del mar resplandecía entre algunas piedras ordinarias. Gueyel se inclinó a recogerla y contempló el mar a través de ella. El color café le recordó los ojos de su pequeño Hura. La guardó entonces entre sus partes para dársela como obsequio al pequeño. Imaginaba a su hijo ya despierto con los primeros rayos de sol, miró entonces al sol fijamente y pudo imaginarse a su criatura jugando con caracoles claros.
Descubrió el peñasco al abrirse el mar y divisó a Matún que estaba cantando en la orilla. Se apresuró entonces  a llegar hasta el sitio y saludó cordialmente a su compañero.

- In lak’ech[1].- Dijo cordialmente Gueyel.
- In lak’ech.- Contestó a viva voz Matún mientras se ponía de pie y luego ambos se estrecharon en un abrazo.

Se demoraron después dibujando la matanza del vigoroso “pez espada” en la arena antes de comenzar la pesca. Matún comentó que había soñado la muerte del marlín en su lanza y Gueyel le explicó que él lo había imaginado también.
Se introdujeron mar adentro cerca del peñasco que rompía las olas con las redes y las lanzas en mano.
Desde la orilla podían verse los manatíes jugar mar adentro.
Los dos taínos se concentraron en la pesca. Rara vez los peces grandes se acercaban a la orilla pero alguna vez sucedía.
Pasó largo rato, Gueyel y Matún permanecían inmóviles sobre el peñasco. De repente, Matún dio un grito y se lanzó agua. Gueyel intentaba encontrar el motivo hasta que vio un  marlín azulado luchando contra la corriente a unos metros del peñasco. Se lanzó entonces también al agua y nadó algunos metros detrás de Matún. Cuando por fin se acercó, Matún ya había lanzado su red sobre el pequeño marlín que debía pesar por lo menos cien kilogramos. Se apresuró Gueyel a clavar su lanza en el cuerpo de la bestia que sacudía la cola y el pico intentando librarse de las redes. Sospechó él, que si ambos tiraban de las redes el pez no opondría mucha resistencia. Se alzó entonces por encima del agua mientras Matún seguía sosteniendo la red por dos extremos y tiró también de la red mientras clavaba con la lanza al incontenible hijo del mar. En un segundo intento, atravesó al animal por la cabeza y éste murió al instante. Matún sonrió alegremente y Gueyel estaba estupefacto ante su primer marlín muerto. Recordó por un instante a su padre, gran pescador que hoy habitaba las estrellas.
Arrastraron el pescado hasta la playa y con una piedra puntuda lo dividieron a la mitad. Había sido la mejor de las pescas con Matún. Se despidieron y se saludaron varias veces hasta que dejaron de verse las sombras.
Gueyel caminaba orgulloso de su cacería con las redes amarradas a la cintura y el pescado amarrado a las redes.  Cantaba ahora una canción al mar que lo había honrado con el marlín.
El sol había bajado levemente anunciando la caída de la tarde, rayos naranja amarillentos se diluían en el interminable celeste de la masa acuosa. La brisa era más cálida que en la mañana temprana.
Cuando se acercaba al poblado, vio que algunos corrían hacia la playa grande cargando alimentos, joyas y vasijas de todo tipo. Se apresuró a llegar hasta su hogar y una vez que estuvo allí, no encontró a Liani o a Hura en los alrededores. Sintió algo extraño en su interior y de repente, su hermano Ciba lo tocó por detrás.  Éste vivía en la casa de junto y le explicó que su mujer e hijo habían salido a ofrendar al hombre blanco que venía de los cielos a la playa grande. Le sugirió que, además del pescado que traía, cargara las joyas que guardaba en su habitación para ofrendarlas también.
Gueyel entró a su casa y cogió apenas unas vasijas de barro pequeñas. Cargó todo en sus redes pero para cuando salió afuera su hermano Ciba no estaba allí.
Corrió entonces rabiosamente por la arboleda hacia la playa grande a recibir al hombre de los cielos. Detuvo la carrera por un instante a pensarse hombre de aquí, hombre de Guanahani y no podía imaginar un hombre de los cielos, el que los hombres fueran sólo hombres, en el amor como en la guerra pobló su pensamiento. Miró las redes que colgaban de su cintura perdiéndose en la tierra negra del bosque. Este era su pescado, al que el mismo había dado muerte y las vasijas eran de su amada Liani.
Recordó luego la sabia palabra de su hermano mayor Ciba a quien respetaba inobjetablemente. Quitó entonces sus complejos del asunto y prosiguió la corrida hasta la playa grande.
Al llegar a la playa, tropezó en la arena húmeda  y cayo de rodillas. Las vasijas que traía quedaron desparramadas por doquier y las redes en las que había amarrado el pescado se habían rajado. Cuando estaba poniéndose pie, vio la playa teñida de sangre y tantos hombres muertos como si el mismo Hunhau los hubiera matado. Divisó entonces tres enormes barcas en las orillas de la playa y corrió hacia allí. El hombre del cielo lucia barbas mugrientas y atravesaba por el medio con hojas brillantes a sus hermanos taínos.
Montados en bestias de cuatro patas, pasaban por encima de la gente, arrancaban ropas y cortaban en pedazos.
Gueyel, temblando, se acercó un poco más a la atrocidad. Vio entonces como un hombre del cielo violaba a su amada Liani que gritaba su nombre pidiendo auxilio. Gritó y lloró tanto su mujer que el hombre del cielo le cortó la cabeza para que ya no lo hiciera.
Fue entonces que Gueyel pudo ver a su más querido Hura atravesado junto a otras criaturas por una lanza brillante, todos sin vida, todos bañados en sus propias sangres.
Corrió entonces  el nativo hasta aquel hombre que reía a carcajadas mientras abanicaba la lanza en la estaban clavadas las criaturas.
El hombre del cielo lo miró fijamente y Gueyel se detuvo en seco:

-¿Por qué hombre blanco? ¿Por qué hombre malo? – Preguntó el inocente aborigen mientras veía morir masacrado a su pueblo, mientras veía teñirse de carmesí su amada Guanahani.

El hombre malo dio un grito y Gueyel pensó en huir al bosque. Echó una carrera veloz para salir de la playa pero sus piernas no eran tan fuertes y se cansaba rápidamente. Cuando había abandonado las arenas, sintió que unas bestias gigantes lo perseguían, podía sentir sus respiraciones detrás de él.
Ni bien entrando al bosque, el cansado aborigen tropezó con unas plantas rastreras y lo rodearon las bestias peludas montadas por los hombres asesinos. Dos de los tres que lo rodearon se bajaron de sus bestias y le apresaron las manos. Luego, tirando por el extremo de las presas pretendieron que el aborigen caminara.
Gueyel se negó a caminar, uno de los hombres se acercó y con una hoja brillante le arrancó una oreja. Los otros dos se reían a carcajadas. El hombre le señaló el camino y amenazó con arrancarle la nariz si no obedecía. Gueyel, enmudecido por el dolor, puso todo su empeño en permanecer inamovible a pesar de los tirones. El hombre que le había arrancado una oreja se acercó ahora y le arrancó entonces la nariz. El rostro de Gueyel se empapaba en sangre que se entremezclaba con febriles lágrimas pero aun así permanecía inmóvil a los tirones.
La sangre del hijo volvía a la tierra madre y el padre sol se marchaba para no ver la masacre de sus herederos.
Los otros hombres, que reían a carcajadas al verle desangrar el rostro, se bajaron también de sus bestias y amarraron al delgado aborigen por las piernas. Luego amarraron los extremos de las cuerdas a las bestias y comenzaron a tirar del cuerpo del nativo en direcciones distintas.
Gueyel[2], sostenido en el aire por la tensión de las cuerdas, sentía como su cuerpo se cortaba por dentro y recordaba, mientras el sol de la tarde se colaba por sus pestañas negras; el rostro de su más amado Hura jugando con caracoles claros y los senos de su amada Liani alimentado a la criatura.


[1] In lak’ech (saludo en lengua taína) significa: Yo soy tu otro tú.
[2] Gueyel (en lengua taína): Hijo del sol.

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